Comulgo con aquellos que no toleran los puntos finales. Descontento con su amargo desenlace, Nicolás Ñúñez escribió en 1496 un epílogo a la Cárcel de amor de Diego de San Pedro. Allí Laureola rompía el silencio y exponía su tragedia, revelando su amor desgarrador hacia Leriano y lamentando, desconsolada, el suicidio del cautivo macedonio. Ese epílogo fue incorporado en las ediciones que siguieron hasta casi olvidarse que no se trataba de la pluma de Diego de San Pedro.
Si me fuera dado reescribir ese epílogo ahora, me concentraría en dos aspectos. Primero, en el deseo de Laureola de visitar el sepulcro de Leriano. La princesa no podría visitar la tumba del noble: si lo ha amado, los mismos motivos que la obligaron a negarse a su cariño le impiden llorar públicamente su muerte; si nunca lo quiso, la visita a la tumba del piadoso héroe podría tener un fin redentor, pero solo conseguiría manchar el honor que su silencio mantuvo blanco.
El segundo aspecto es la lectura de las cartas de Leriano. ¿Qué palabras cobran mayor valor que las de un difunto? En su encierro hilandero, en esa torre de princesa aburrida, solitaria, Laureola solo podría leer y releer las epístolas del joven caballero fenecido. Acrecentando su pena a cada instante, con cada cumplido, lamentando el final que ella no supo remediar. Acaso algunas noches prolongadas se preguntará si todo no fue un sueño, y mirará el trazo del joven muerto para convencerse de que todo efectivamente ha sucedido (es la flor de Coleridge, la que prueba la realidad de lo fantástico, yo tengo un libro que me devolvieron, quién sabe).
Me gustaría, en ese relato imaginado, que Laureola se enamore de Leriano póstumamente, que ya no pueda huir de su sombra y que finalmente, tan imbécil como el propio Leriano, se arroje a una hoguera abrazada a las cartas.
Si me fuera dado reescribir ese epílogo ahora, me concentraría en dos aspectos. Primero, en el deseo de Laureola de visitar el sepulcro de Leriano. La princesa no podría visitar la tumba del noble: si lo ha amado, los mismos motivos que la obligaron a negarse a su cariño le impiden llorar públicamente su muerte; si nunca lo quiso, la visita a la tumba del piadoso héroe podría tener un fin redentor, pero solo conseguiría manchar el honor que su silencio mantuvo blanco.
El segundo aspecto es la lectura de las cartas de Leriano. ¿Qué palabras cobran mayor valor que las de un difunto? En su encierro hilandero, en esa torre de princesa aburrida, solitaria, Laureola solo podría leer y releer las epístolas del joven caballero fenecido. Acrecentando su pena a cada instante, con cada cumplido, lamentando el final que ella no supo remediar. Acaso algunas noches prolongadas se preguntará si todo no fue un sueño, y mirará el trazo del joven muerto para convencerse de que todo efectivamente ha sucedido (es la flor de Coleridge, la que prueba la realidad de lo fantástico, yo tengo un libro que me devolvieron, quién sabe).
Me gustaría, en ese relato imaginado, que Laureola se enamore de Leriano póstumamente, que ya no pueda huir de su sombra y que finalmente, tan imbécil como el propio Leriano, se arroje a una hoguera abrazada a las cartas.
2 comentarios:
Me gustó mucho esta pretensión literaria. La imbecilidad de Laureola sería definitivamente un buen final.
Nice info.Thanks!!
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