viernes, 18 de marzo de 2011

Verse morir

Bajo el subtítulo "¡Cerrado por obras!", Benjamin escribe en Dirección única:
Soñé que me quitaba la vida con un fusil. Cuando salió el disparo, no me desperté, sino que me vi yacer, un rato, como un cadáver. Sólo entonces me desperté.
Yo soñé igual una vez.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Una mujer no es anoréxica porque le falte algo, sino porque puede tenerlo todo


Empecé este texto en 2008 y lo completé hace un rato para incluirlo en una monografía. No es muy metódico, no es sobresaliente y de hecho ni parece mi escritura por momentos pero es un texto bello y triste.

Lola (y todo París con ella) vive imaginariamente la guerra de Estado que no existe en el frente de batalla. Su responsabilidad en la tarea de los buñuelos es la contracara de la indisciplina de Ferdinand en el campo de batalla. Su gesto serio en el compromiso con la tarea es el rostro del humanismo lanzado a la guerra con la misma resolución que los generales reventados en las trincheras.
En cuanto dejaba de besarla, ella volvía a la carga sobre los asuntos de la guerra o los buñuelos y yo no la inte­rrumpía. Francia entraba en nuestras conversaciones. Para Lola, Francia seguía siendo una especie de entidad caballeresca, de contornos poco definidos en el espacio y el tiempo, pero en aquel momento herida grave y, por eso mismo, muy excitante. Yo, cuando me hablaban de Fran­cia, pensaba, sin poderlo resistir, en mis tripas, conque, por fuerza, era mucho más reservado en lo relativo al en­tusiasmo. Cada cual con su terror. No obstante, como era complaciente con el sexo, la escuchaba sin contrade­cirla nunca. Pero, tocante al alma, no la contentaba en absoluto. Muy vibrante, muy radiante le habría gustado que fuera y, por mi parte, yo no veía por qué había de en­contrarme en ese estado, sublime; al contrario, veía mil razones, todas irrefutables, para conservar el humor exactamente contrario. (Céline, 2006:65)
El espíritu radiante de Lola demuestra el verdadero convencimiento por el lanzamiento a la batalla del que habla Badiou. Francia existe como entidad en las ensoñaciones de Lola, no así en el estertor del capitán moribundo que Robinson se cruza en la desbandada de su unidad (Céline, 2006:54)[1] Su gusto por las modas muertas (el hipódromo), su patriotismo de extranjera, su sed de epopeyas, arrastran a Ferdinand, por seguir su cuerpo, a iniciarse poco a poco en la mentira como forma de adaptación. Sin embargo, mientras Ferdinand es consciente de la energía de lo real que hay en el semblante que monta, Lola está presa de su propio imaginario. Hay un punto ciego de la felicidad y el optimismo[2] de Lola: la anorexia.

Roland Barthes, en Lo neutro, desbarata la inanidad de esta patología cimentada en innumerables talk shows y charlas escolares mediante su vinculación a la figura de la Arrogancia: “el anoréxico no desea nada” (Barthes, 2004:212). Hay una colmadura asfixiante del deseo, entonces el sujeto pasa a desear aquello que no pueden darle: nada.
En resumen, todo marchaba perfectamente y estábamos ganando la guerra, cuando un buen día, a la hora de almorzar, la encontré descompuesta, incapaz de probar un solo plato de la comida. Me asaltó la aprensión de que hubiera ocurrido una desgracia, una enfermedad repentina. Le supliqué que se confiara de mi afecto vigilante. Por haber probado, puntual, los buñuelos durante todo un mes, Lola había engordado más de un kilo. Por lo demás, su cinturoncito atestiguaba, con una muesca más, el desastre. Vinieron las lágrimas. Intentando consolarla, como mejor pude, recorrimos, en taxi y bajo el efecto de la emoción, varias farmacias, situadas en lugares muy diversos. Por azar, todas las básculas confirmaron, implacables, que había ganado sin duda más de un kilo, era innegable. Entonces le sugerí que dejara su servicio a una colega que, al contrario, necesitaba entrar en carnes un poquito. Lola no quiso ni oir hablar de ese compromiso, que consideraba una vergüenza y una auténtica deserción en su género. (Céline, 2006:63)
Céline adelanta, señala lo que todavía no tiene nombre. En el texto no aparece ni una vez la palabra anorexia (por otra parte el tema se aborda más bien poco en las paginas subsiguientes) ni parece probable que aparezca en otros textos de la década del 30 (la cita de Gide de la que Barthes recoje la palabra exótica es de 1949). Este episodio de anorexia abre la posibilidad a dos lecturas, para nada excluyentes:
a) La endoxal: la angustia de Lola es parte de su alienación, su superficialidad. El gusto de Lola por las modas muertas (la pena porque los hipódromos quizas nunca abran otra vez) y vivas (su pasión por la Legión de Honor) guían esta lectura. Lola quiere mantener su figura porque obedece el mandato cultural de la belleza. En este caso el deseo de Lola es un querer-asir de la norma cultural, tener lo que todos quieren.
b) La hermenéutica: Lola, más allá de lo imaginario, en lo real, se rehusa a realizar intercambios con el mundo. Colmada como está por el lugar dorado que le dio la vida, pasa a desear la nada. Ese deseo de la nada (ataraxia, atributo divino) puede ser entendido en el seno de una constelación propiamente humanista.
El taedium de los romanos se prolongó hasta el siglo I. La acedia[3] de los cristianos apareció en el siglo III. Reapareció bajo la forma de melancolía en el siglo XV. Regresó en el siglo XIX con el nombre de spleen. Y regresó en el siglo XX con el nombre de depresión. No son más que palabras. Un secreto más doloroso habita en ellas. Del orden de lo inefable. Lo inefable es lo «real». Lo real no es otra cosa que el nombre secreto de lo más detumescente en lo profundo de la detumescencia. A decir verdad, no hay más lenguaje que el lenguaje. Y todo lo que no es lenguaje es real. (Quignard, 2005:171-172)
Hay que aclarar que la acedia puede ser considerada el reverso de la anorexia en cuanto se trata de un exceso en el deseo de lo material; sin embargo, en esta constelación transhistórica (taedium, acedia, melancolía, spleen, depresión) hay un origen único del cual la anorexia también puede reclamar paternidad. Se trata de ese dolor secreto que Quignard señala que les es común. El humanismo parece tener la capacidad de fabricar su propio malestar. La fuerza del deseo, de lo imaginario (acedia es para Petrarca, ante todo, querer) choca con lo real sin poder alcanzarlo. Esta fuerza es interior (“la complacencia sin límites en la peste interior”) y al enfrentarse con la pura exterioridad de lo real, prefigura ya un retiro, una anacoresis. En su reencuentro con Lola en Norteamérica, varios años después, Ferdinand no deja de advertir:
Sin embargo, yo creía haber notado en Lola algo nue­vo, instantes de depresión, de melancolía, lagunas en su optimista necedad, instantes de esos en que la persona ha de hacer acopio de energía para llevar un poco más ade­lante lo conseguido en su vida, en sus años, ya demasiado pesados, a pesar suyo, para el ánimo que aún tiene, su co­china poesía. (Céline, 2006:253, mis cursivas)
La pequeña náusea de Lola, en el tiempo catastrófico de la novela, se extiende hasta un gesto que Bardamu puede reconocer. La anorexia florece en melancolía y depresión, es el humanismo en su fase de canto de cisne; similar al fastidio del piloto de guerra[4], que en su optimista necedad termina su relato compremetiéndose a la restauración de un humanismo menos superficial que el de Lola, pero igual de perverso.

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[1] Este veterano que llora “¡Mamá!” encuentra un compañero en una página fundacional de la literatura argentina. Ése prefirió gritar “No me dejen solo, hijos de puta” en lugar de “Viva la patria”.

[2] “Al fin y al cabo, Lola no hacía otra cosa que divagar sobre la felicidad y el optimismo, como todas las perso­nas pertenecientes a la raza de los escogidos, la de los pri­vilegios, la salud, la seguridad, y que tienen toda la vida por delante” (Céline, 2006:65).

[3] Los cristianos describen la acedia como un vitium (un pecado mortal). Es la incapacidad de estar atento. Es la falta de interés por todo, inclusive por el bien, por el prójimo y hasta por Dios. Es el letargo diabólico. Es la fascinación por el suicidio. Es la depresión que amplifica a los ojos de los romanos convertidos en cristianos las características del taedium, de la complacencia sin límites en la peste interior, en la regresión de la fuerza, en el aniquilamiento de la voluntad, en la pérdida de atractivo de todas las cosas que culmina en la voluptuosidad del descontento infinito, el aborrecimiento de vivir que se empecina contra su creador (Quignard, 2005:172-173).

[4] Antoine de Saint-Exupery.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Kinesiología

Salgo de mi cuarta sesión de kinesiología y pienso en que tengo que volver a escribir algo en este blog. La lesión de mi rodilla fue el mismo fin de semana de octubre en que todo se empezó a ir a la mierda, como si necesitara un cabezazo en mi rodilla para poner en marcha la somatización.
Karina, mi kinesióloga (en realidad no sé si es Carina o Karina, pero siendo Kinesióloga, ¿cómo no va a ser Karina?) me pregunta si me duele y yo le contesto que no. Apenas cuando ando mucho en bici siento una molestia arriba de la rótula. Karina me pide que no ande tanto en bicicleta por estas semanas de tratamiento. Le hago caso, paso de los 25km casi diarios a 20 cada dos días. Pero la bicicleta es terapéutica también (hay varios dolores) y el domingo, ansioso, me pongo a hacer pesas, con la cabeza tan en otra parte que no me doy cuenta de que fuera de entrenamiento como estoy no puedo levantar lo que estaba acostumbrado. El saldo: dos brazos contracturados hasta hoy. Después de certificar que mi rodilla no duele, le pedí a Karina ejercicios para los brazos, pero me mostró los que ya conocía.
No es fácil la sesión de kinesiología. Cuando fui por el vértigo (preludio al desastre), tenía un rato de electricidad y luego unos placenteros y rudos masajes. Con la rodilla es distinto. Tengo que estar cuarenta minutos acostado en la camilla, con el cilindro tirándome ondas, y el tiempo no pasa más. El box es muy oscuro como para leer, la música que pone Karina es aburrida (hoy no tanto, ayer Serrat...) y es la hora en que me empiezo a despabilar como para dormir. Es inevitable pensar, sobre todo a tan pocas cuadras. Con suerte, puedo escuchar las conversaciones de Karina y el paciente del box de al lado, pero no pasa seguido. Luego del letargo tortuoso de mis propias cavilaciones malentretenidas, Karina aparece, desconecta el cilindro y me lo saca. Conecta el láser y me lo pasa por unos cinco minutos con movimientos caprichosos. Esto es lo más delicado y placentero. Después me embadurna con ese gel de masajista (odio todas las cremas y el gel, más sobre una piel alfombrada de pelos como la de la pierna) y me soba la zona con las dos manos (digo "sobar" porque estoy releyendo la traducción gallega de Viaje al fin de la noche). Después me hace flexionar y estirar la rodilla. Ahí es cuando pregunta si duele. No, ya no duele.