No sé dónde comienza el sueño, pero en la puerta de Puan me encuentro con su compañera inseparable, que está vestida de rosa y blanco, un poco me llama la atención su infantil atuendo. Ella me saluda y casi que me obliga a seguirla, cuando toda mi intención es de esquivarla. Por la cortesía que me caracteriza, la acompaño subiendo las escaleras mecánicas de la facultad que tiene ventanales gigantes en el techo por el que se filtra una luz gélida de inverno.
Obviamente nos encontramos con L, que tiene una onda distinta, habla dos cosas con su amiga y yo me quiero marchar pero me sostiene del brazo. Tiene piercings en la boca y en la nariz (¿será un desplazamiento de los piercings de A? para pensarlo), está sencilla y muy linda, como siempre, lleva puesta la remera verde de manga larga que tiene en las fotos que le saqué en el micro que nos trajo de Bariloche hace unos años. Me habla, hace frío o estoy temblando de nervios, el piso de la facultad está desierto y se parece cada vez más a un aeropuerto. Sus palabras son torpes, siempre lo fueron, pero entiendo lo que quiere decir y antes de que complete su discurso la tomo entre mis brazos. La sensación del beso es muy pregnante, siento sus nuevos aros hacerme cosquillas en los labios.
Hablamos de banalidades y me cuenta que se los hizo en un arranque de querer encontrar cosas nuevas, muy clisé, ella sabe que lo es. Su cara está fría y un segundo beso me hace sospechar, le pido que por favor no sea un sueño y me condeno a despertarme en una plaza. Al lado mio, tirado en el pasto está B y otros amigos, que escucharon mis palabras entresueños y entendieron todo. Yo lo comprendo inmediatamente y me largo lleno de vergüenza esquivando a la gente (en la plaza en la que estamos hay un recital) y a mis amigos que intentan disuadirme, me piden que me calme, que me quede.
Todavía muerto de vergüenza y ofendido conmigo mismo, me tomo un tren hacia el fin del mundo. Las vías recorren una cordillera gigante e infranqueable, la gente se va bajando estación tras estación. La temperatura baja pero ya no siento más frío. Estoy solo en el vagón cuando el tren arriva a la última estación. Desierta. Corre un viento paralizante. Aun tengo que caminar un par de kilometros para alcanzar el único paso a través de la cordillera, hacia el otro mundo. Recorro ese camino inhóspito con decisión. Entre la nieve apenas se ven unas construcciones simples abandonadas, hechas probablemente por gobiernos peronistas del pasado. Llego a la brecha, unos perros o monos juegan con una pelota y uno sin querer se quiebra el cuello en una caída, pero sigue jugando. Cruzo la cordillera, como si fuera una pared, por un umbral. Del otro lado todo está nevado y descubro que el secreto de la patria a la que me he autoexiliado es que está repleto de criaturas mágicas salvajes. El pensamiento me advierte que esa magia me va a ser adversa, pero igual decido quedarme, aunque la idea de volver y develar el secreto me tienta. Decido quedarme para no volver.
Obviamente nos encontramos con L, que tiene una onda distinta, habla dos cosas con su amiga y yo me quiero marchar pero me sostiene del brazo. Tiene piercings en la boca y en la nariz (¿será un desplazamiento de los piercings de A? para pensarlo), está sencilla y muy linda, como siempre, lleva puesta la remera verde de manga larga que tiene en las fotos que le saqué en el micro que nos trajo de Bariloche hace unos años. Me habla, hace frío o estoy temblando de nervios, el piso de la facultad está desierto y se parece cada vez más a un aeropuerto. Sus palabras son torpes, siempre lo fueron, pero entiendo lo que quiere decir y antes de que complete su discurso la tomo entre mis brazos. La sensación del beso es muy pregnante, siento sus nuevos aros hacerme cosquillas en los labios.
Hablamos de banalidades y me cuenta que se los hizo en un arranque de querer encontrar cosas nuevas, muy clisé, ella sabe que lo es. Su cara está fría y un segundo beso me hace sospechar, le pido que por favor no sea un sueño y me condeno a despertarme en una plaza. Al lado mio, tirado en el pasto está B y otros amigos, que escucharon mis palabras entresueños y entendieron todo. Yo lo comprendo inmediatamente y me largo lleno de vergüenza esquivando a la gente (en la plaza en la que estamos hay un recital) y a mis amigos que intentan disuadirme, me piden que me calme, que me quede.
Todavía muerto de vergüenza y ofendido conmigo mismo, me tomo un tren hacia el fin del mundo. Las vías recorren una cordillera gigante e infranqueable, la gente se va bajando estación tras estación. La temperatura baja pero ya no siento más frío. Estoy solo en el vagón cuando el tren arriva a la última estación. Desierta. Corre un viento paralizante. Aun tengo que caminar un par de kilometros para alcanzar el único paso a través de la cordillera, hacia el otro mundo. Recorro ese camino inhóspito con decisión. Entre la nieve apenas se ven unas construcciones simples abandonadas, hechas probablemente por gobiernos peronistas del pasado. Llego a la brecha, unos perros o monos juegan con una pelota y uno sin querer se quiebra el cuello en una caída, pero sigue jugando. Cruzo la cordillera, como si fuera una pared, por un umbral. Del otro lado todo está nevado y descubro que el secreto de la patria a la que me he autoexiliado es que está repleto de criaturas mágicas salvajes. El pensamiento me advierte que esa magia me va a ser adversa, pero igual decido quedarme, aunque la idea de volver y develar el secreto me tienta. Decido quedarme para no volver.